Publicado: 15 de Marzo de 2016

Dormir es una necesidad fundamental para nuestra salud y bienestar físico y emocional. Lo es para los humanos y para el resto de animales. Pero ¿cómo debemos hacerlo? ¿Es necesario «aprender» a dormir? ¿Cómo debemos dormir los humanos? Y finalmente ¿cómo dormían nuestros ancestros y cómo lo hacen los grandes simios?

El debate está abierto. Los métodos que se han generado en los últimos años en relación a un aspecto tan básico como dormir son numerosos, contradictorios y en muchas ocasiones cargados o faltos de razón. Unos defienden la «evidencia científica» y otros el «sentido común», pero en el fondo ninguno de los métodos propuestos hasta la actualidad se ha parado a pensar en qué podemos aprender de nuestra propia historia animal para ser «coherentes evolutiva y científicamente» y, por tanto, tener ese «sentido común» que algunos predican. Los humanos actuales no dormimos desde hace pocos años. Hemos dormido siempre y no siempre lo hemos hecho de la misma manera. De hecho, hace relativamente poco que acompañamos la necesidad básica de dormir con artilugios viscolásticos, de látex o de diferentes tipos de firmeza, de libros, manuales y cronómetros, y perdemos el sueño en intentar encontrar la mejor manera para que nuestros hijos aprendan a soñar.


Pero ¿cómo se duerme en nuestra familia primate? En el momento de descansar, todos los primates duermen en los árboles. Obviamente es una inmejorable estrategia antipredatoria. De hecho, no solo los primates, sino un enorme abanico de animales buscan un refugio al dormir. Incluso aquellos primates –como por ejemplo algunas especies de babuinos– que viven en hábitats donde los árboles son escasos, eligen las zonas más elevadas o seguras, como montículos, acantilados o cimas, entre otros. Los primates siempre buscamos la verticalidad. Nuestro ancestro primate era arborícola y, por tanto, resulta lógico pensar que los primates nos sintamos cómodos y seguros en los árboles. Algo similar sucede con los humanos. Si vivimos en una casa habitualmente los dormitorios estarán en el piso de arriba. Esta tendencia «natural» es común en la mayoría de las sociedades y grupos culturales humanos. Otra prueba de la importancia de la verticalidad en humanos es la siguiente: ¿alguna vez has colocado a un pequeño grupo de primates humanos (niños y niñas) en una habitación con literas? Sí, tal como habrás podido observar la gran mayoría querrán dormir arriba. ¿Por qué? Porque es algo que llevamos dentro. Nos referimos a esa tendencia natural a subir a los árboles, porque somos primates y porque hemos pasado millones de años en los árboles. En los árboles hemos dormido, hemos descansado, nos hemos protegido. Así, dormir en las zonas más elevadas es una conducta con un alto valor adaptativo y de supervivencia que ya detectamos en las primeras etapas del desarrollo infantil.

Los primates pequeños, nocturnos y solitarios suelen utilizar los orificios de los árboles u hojas entrelazadas para poderse proteger de los depredadores, insectos (y sus potenciales parásitos), para termorregularse y para proteger a las crías. Estos nidos en los orificios de los árboles suelen ser además puntos fijos, es decir asentamientos permanentes que se ocupan día tras día. En primates diurnos y sociales, el dormidero se desplaza a las ramas de los árboles, perdiendo además su característica de «punto fijo» para pasar a ser un dormidero «nómada». Los individuos de estas especies suelen dormir apilados juntos en las ramas de los árboles adoptando una posición precavida ante posibles peligros. A diferencia de los simios, estos primates tienen un sueño menos eficiente y ligero que les facilita la alerta y huida en caso de amenaza.

La transición de la nocturnidad a la diurnidad también conllevó una serie de cambios y adaptaciones en el sueño de los primates: (1) pasamos de tener un sueño polifásico a un sueño monofásico, (2) dedicamos menos horas a dormir, (3) incrementamos la intensidad, la eficiencia y la calidad de nuestro sueño y (4) dormimos de manera social practicando el colecho. Además, de las casi 500 especies de primates descritas en la actualidad, tan solo 6 (+ los humanos) dormimos sobre nidos o «plataformas de descanso». Algunos autores consideran que la «universalidad» de las plataformas para dormir de los grandes simios sugiere que puede tener una predisposición genética, si bien el aprendizaje y la experiencia durante la primera infancia serán claves en este sentido. No obstante, no solo es un comportamiento que se observa en libertad, sino que también los grandes simios cautivos mantienen esa «necesidad etológica» de fabricarse un nido en cada jornada. En los humanos la motivación intrínseca que generamos para construirnos un nido viene desde el nacimiento. Podemos observarlo en nuestros hijos que con 9 o 12 meses ya disfrutan acumulando sábanas, mantas, cojines, etc. y dedican su tiempo a construir su «nido».


Llegados a este punto podemos plantearnos la siguiente cuestión: ¿hasta qué punto los humanos actuales tenemos una pauta y rutina de sueño coherente evolutivamente? En primer lugar, los estudios etnográficos, antropológicos y prehistóricos nos pueden ayudar a responder a esta pregunta. Algunos autores consideran que –en comparación con los humanos post-modernos actuales– las sociedades tradicionales (cazadoras-recolectoras) disponían (y disponen) de una ecología del sueño diferente a la nuestra. Una ecología que, por otra parte, es más similar a la de los grandes simios que a la de los humanos actuales. Al igual que los primates, la «vida paleo» implicaba entre otras cosas el colecho, la siesta durante las horas del mediodía, condiciones acústicas dinámicas y ruidosas, y condiciones lumínicas que transitan entre la oscuridad absoluta y la luz tenue de elementos como la luna o el fuego. Las plataformas para dormir también guardan gran parecido entre cazadores-recolectores y grandes simios. En los primeros es habitual encontrar pilas de vegetación a base de ramas, lianas, hojas o hierba. En los segundos, los nidos están construidos fundamentalmente a base de ramas entrecruzadas y hojas.

Desde un punto de vista filogenético se estima que el origen de los dormideros actuales (plataformas, nidos) podría situarse hace 18-14 ma. El aumento de la masa corporal de los primates de esa época (Hominidae) por encima de los 30 kg sugiere que las ramas de los árboles dejaron de ser ventajosas y seguras para esas especies a la hora de dormir. Los nidos no solo disminuían el estrés físico, sino que garantizaban una mayor seguridad impidiendo el riesgo de caídas letales. El nido facilitó a los grandes simios la posibilidad de alcanzar un sueño más profundo, sostenido y reparador que mejoraría la función cognitiva de estas especies. Pero ¿cuándo pudo producirse la transición de los dormideros en plataformas arborícolas a una plataforma terrestre? Ciertamente es difícil de determinar. No obstante, la transición únicamente se podría haber llevado a cabo si todos los beneficios que nos aportaba la plataforma arborícola pudieran trasladarse al sustrato terrestre: riesgo de depredadores como hienas y grandes felinos, parásitos e insectos o equilibrio térmico, entre otros. Es por ello que algunos autores sugieren que la condición sine qua non para poder hacer la transición es el fuego. El fuego habría permitido disuadir a los grandes depredadores, mantener a los individuos calientes durante las frías noches y fumigar los lugares de descanso ahuyentando a los insectos a través del humo. De acuerdo a estas premisas, nuestros ancestros Homo de hace aproximadamente 1,5 ma habrían sido los encargados de realizar dicha transición.


Obviamente, el debate acerca de cómo debemos dormir está abierto y lo estará durante mucho más tiempo. No obstante, ¿por qué actividades como el colecho despiertan tantas reacciones negativas por parte de algunos? ¿Acaso no es un comportamiento que llevamos realizando durante millones de años? Y finalmente ¿por qué continuamos teniendo esa extraña «manía» de no mirar a nuestra historia evolutiva y a nuestro pasado para aprender de nosotros mismos? Quizá nos asuste pensar que podemos tener un dulce sueño salvaje