Publicado: 30 de Diciembre de 2019

Los monjes tibetanos llevan a cabo un rito que en Occidente podría parecernos descabellado: pasan horas y horas, que se transforman en días e incluso semanas, inclinados sobre un plano de trabajo en el que depositan con extrema paciencia y cuidado pequeños granos de arena de diferentes colores. Así forman figuras complejas que dan vida a un precioso mandala.  

Uno de los propósitos principales de dibujar esos intrincados patrones simbólicos es llamar a la comunidad a la meditación y despertar la conciencia de que existe algo más grande que el mundo pequeño en el que vivimos. Sin embargo, cuando los monjes terminan el mandala, destruyen el precioso trabajo que tanto tiempo les llevó. Dispersan los granos de arena en agua para que regresen a la Tierra, de donde los tomaron. ¡Y lo celebran! Porque detrás de esa ceremonia se esconde un mensaje muy poderoso.

¿Por qué necesitamos desapegarnos?

El mensaje subyacente a la ceremonia del mandala es que nada es permanente. Absolutamente nada. Todo fluye. El mandala es una representación del mundo y de la naturaleza transitoria de la vida material que recuerda a los monjes que nada es permanente, excepto el cambio, como advirtiera el filósofo griego Heráclito hace 2 500 años. 

“Eventualmente, todo desaparece de la vida. Eso es todo”, sentenció Aditya Ajmera. Debido al carácter efímero de lo que nos rodea, necesitamos aprender a no aferrarnos a las cosas, ni siquiera a aquellas más hermosas o conmovedoras. De hecho, nuestra tendencia a aferrarnos a las posesiones y/o a las personas es una de las principales causas de nuestro sufrimiento y frustración.

Asumir que todo es eterno o inmutable significa que, antes o después, la vida nos demostrará – de la peor manera – que estamos equivocados. Porque en realidad la vida es un fluir continuo marcado por nuevas adquisiciones y pérdidas.

El propio acto de deshacer el mandala no solo anima a los monjes a liberarse del apego a los objetos sino también – y sobre todo – del apego a sus logros. Cuando nos apegamos demasiado a lo que hemos hecho o logrado, nuestro crecimiento espiritual comienza a anquilosarse porque nos identificamos cada vez más con el pasado, con un «yo» viejo que nos impide aprovechar lo que nos depara el futuro. 

Si tenemos las manos demasiado llenas de pasado, no podremos abrazar el futuro. Por eso necesitamos aprender a disfrutar del camino, soltando lo que hemos hecho o logrado para abrazar nuevos proyectos que nos permitan seguir aprendiendo y creciendo, de manera que nuestro «yo» pueda seguir evolucionando.

Necesitamos practicar más la aceptación radical, comprender que en la vida todo viene y va. Lo que hoy parece perfecto, mañana podría revelarse defectuoso. Y a la inversa. No aceptarlo implica estar en una guerra perenne con la realidad, como si eligiéramos vivir en un mundo ilusorio que refleja cómo nos gustaría que fueran las cosas, pero no cómo son.

Se trata de no quedarse atrapado en un momento de la vida solo porque nos pareció perfecto o porque nos sentimos seguros y a gusto. Necesitamos desprendernos del pasado para volver a disfrutar del viaje. No debemos esperar la ola perfecta, sino aprender a surfear con lo que la vida nos depara.  

Jennifer Delgado Suárez 

Enlace: https://rinconpsicologia.com/nada-es-permanente/

Imagen: Adobe Spark Post