Publicado: 16 de Enero de 2022

Hace siglos, en la plaza de Éfeso se reunían los ciudadanos más importantes para debatir los asuntos políticos y tomar decisiones sobre el futuro de la ciudad. Cuentan que Heráclito – uno de los filósofos más lúcidos de todos los tiempos pero convenientemente olvidado – abandonó la plaza para retirarse al templo de Artemisa y jugar a los dados con los niños.


A los efesios no les gustó su decisión. Esperaban que, si el filósofo se retiraba al templo, fuera para ensimismarse en pensamientos sagrados y profundos, no para jugar con los niños. Cuando le pidieron explicaciones, Heráclito respondió: “¿Por qué os sorprendéis? ¿Acaso no es mejor hacer esto que cuidar de la ciudad con vosotros?”


El filósofo, de quien cabría esperar seriedad, implicación social y profundidad, no solo se entrega a una actividad lúdica con los niños, sino que con sus palabras y comportamiento tilda de fútil la “importante” actividad de sus conciudadanos.


En realidad, Heráclito no se alejaba de sus conciudadanos empujado por una prepotencia arrogante, sino que se estaba alejando del conjunto de convicciones, puntos de vista y tradiciones que los hombres no saben explicar pero que dan forma al mundo de la opinión, o usando el término griego, de la doxa.


¿Qué es la doxa?


La doxa (δόξα) se suele traducir como opinión, pero en realidad es aquello que nos parece evidente, pero que en el fondo no podemos explicar, aquello de lo que hablamos sin plantearnos demasiadas preguntas. Es, por ejemplo, esas tradiciones que seguimos sin comprender su razón de ser. O esas opiniones que hemos hemos hecho nuestras, pero no podemos fundamentar.


La doxa es, por ende, una interpretación sin fundamento de aquello que sucede. No son los hechos o las cosas en sí mismos sino el discurso que elaboramos a partir de ello. Es un velo que extendemos sobre los sucesos y las cosas llevados por la fuerza de la costumbre y los hábitos, o simplemente porque nos resulta más cómodo abrazar las mismas opiniones que los demás.


El problema es que terminamos confundiendo esa doxa con la realidad y le damos ínfulas de verdad. Como resultado, terminamos cegados por la corriente de pensamiento imperante que es la que da forma a esa doxa.


Para alejarse de la doxa, Heráclito comprende que debe mantenerse a distancia de las certezas consolidadas de los adultos y jugar con los niños, quienes aún no tienen esos prejuicios, sino que están acostumbrados a acribillar a sus interlocutores con una interminable cadena de “¿Por qué?”.


Heráclito pensaba que un librepensador debe asumir la búsqueda del conocimiento con una mente casi infantil, abierta a todo, que cuestiona todo y hace del “por qué” su estandarte. Sin embargo, a diferencia de los niños, el librepensador es consciente de la doxa y no busca las respuestas en sus padres o en una autoridad externa, sino que sigue un proceso de búsqueda personal.


Por eso, Heráclito decía que “no hay que hablar y actuar como hijos de nuestros padres”. Se refería a nuestra tendencia a dar por bueno lo que nos dicen, sin cuestionarlo, limitándonos a repetir viejas formas de pensar solo. De hecho, para el filósofo ninguna tradición, punto de vista, costumbre o autoridad civil o religiosa tiene el más mínimo valor si no se someten a la prueba de la verdad, si no se abre a cuestionar sus dogmas.


La religión es, en muchos sentidos, el epítome de la doxa porque aspira a que los creyentes acepten sus “verdades” a golpe de fe, lo cual significa no reflexionar sobre ellas. Por supuesto, Heráclito no decía que el contenido de las opiniones o las ideas socialmente compartidas sea necesariamente falso. Simplemente decía que muchas de ellas no están fundamentadas y no tienen una base incontrovertible que las acredite porque no han sido sometidas a la prueba del logos.


Logos, el antídoto contra la doxa


No podemos afirmar que sabemos algo solo porque lo hemos escuchado, porque lo impone el sentido común o porque nos lo ha transmitido la sociedad o la familia. El hecho de que “las cosas siempre hayan sido así” no significa que realmente sean así, solo porque siempre se han visto de esa manera.


Heráclito contrapone el logos a la doxa. Logos no es conocimiento, como comúnmente creemos. No es un sistema de verdades inamovible. Logos, y el verbo leghein, que deriva de la raíz leg, en realidad significa reunir o recoger, por lo que es más un proceso que un resultado final.


En la actualidad, podríamos traducir logos como pensamiento, pero para los filósofos antiguos esta palabra era mucho más porque implicaba el proceso de descubrir la esencia de las cosas y los fenómenos, despojándolos de las capas de interpretaciones sociales con los que se nos suelen presentar.


Por tanto, logos es arrojar luz sobre algo, mostrar las cosas como son en sí mismas y, por supuesto, fundamentar aquello en lo que creemos. Logos es un camino de descubrimiento en el que nos atrevemos a abandonar las certezas y las convicciones que normalmente nos confieren seguridad, para cuestionarnos todo y ver más allá de lo que nos muestra la sociedad en la que vivimos.


Solo sabemos algo cuando podemos demostrar que eso en lo que creemos es cierto, cuando logramos explicar su por qué con lógica y coherencia con un discurso propio y meditado. Todo lo que repetimos sin entender se aleja del logos y se acerca a la doxa. De esas personas Heráclito decía: “a sordos se asemejan porque escuchan sin entender. No entienden las cosas con las que se topan, ni pese a haberlas aprendido las conocen, pero a ellos les parece que sí”.


La invitación de Heráclito es clara: no conviene fiarse ciegamente de ese conjunto de normas, valores y formas de pensar solo porque lo comparte gran parte de la sociedad o los defiende la autoridad del momento, sino que debemos pensar libremente para llegar a nuestra propia verdad.


Jennifer Delgado Suárez

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