Publicado: 28 de Abril de 2020

Se iba a llamar Julia, pero ni siquiera llegó a nacer. Es la víctima más joven por coronavirus. Su madre también murió durante una cesárea de urgencia. 

Se llamaba Sara. Tenía 28 años y prácticamente había acabado de cumplir su sueño: ejercer la Medicina. Ese sueño, sin embargo, se convirtió en una pesadilla que truncó su vida. Era sanitaria y murió por coronavirus.

Se llamaban Severa y Luigi. Tenían 82 y 86 años, pero llevaban más de 60 juntos. Pasaron sus últimos ocho días encerrados en casa, hasta que recibieron asistencia médica. Pero era demasiado tarde. Murieron por coronavirus, con apenas unas horas de diferencia, acompañándose hasta el final.

Y la lista continúa… 

Son personas que ya no están. Cada una con su historia. Sus sueños y esperanzas. Sus familias. Y, sin embargo, se han convertido en una fría estadística con la cual se pretende exorcizar la muerte y arrebatarle su humanidad, para que los que quedan miren hacia otro lado y puedan imaginar que la tragedia no es tan trágica. Ni el dolor tan grande. Ni la vergüenza tan colosal.

Faltan los gestos institucionales. Las banderas ondeando a media asta. El luto oficial. El político que empatice – de verdad. Un crespón en la televisión para recordarlos. Unas palabras al iniciar los telediarios. Un aplauso en los balcones, dedicado solo a ellos. Detalles que no les devolverán la vida, pero les harán saber a los familiares que la sociedad les abraza en su dolor y que no les ha dado la espalda. 

La muerte, omnipresente, pero eludida

A medida que el número de muertos aumenta de manera insoportable, se intenta suprimir – también de manera insoportable – a quienes nos están dejando. La muerte está más presente que nunca, pero también ha desaparecido en la marisma de las estadísticas. 

Esos muertos del boletín diario se han deshumanizado para transformarse en un número conceptual y aséptico. Han dejado de ser tragedia para convertirse en estadística. Se han transformado en una curva. Y también en una realidad incómoda. Que se reconoce a regañadientes. Y, si es posible, se intenta ocultar. Para que la sociedad en su conjunto no concientice la magnitud del daño y solo pueda intuir, suponer, imaginar, preguntándose, quizá, si no estará exagerando. 

Ahora, con este flujo de muertes precipitadas y en soledad, con las sepulturas sin funerales, las despedidas sin flores y los lutos telemáticos, esas personas cuyos cuerpos no pueden ser vistos ni velados, corren el riesgo de caer – todavía más si cabe – en el anonimato y la desidia de una parte de la sociedad que solo mirar hacia adelante y unas instituciones a las que no les conviene mirar hacia atrás.

“El duelo abierto está estrechamente relacionado con la indignación, y la indignación frente a una injusticia, o a una pérdida insoportable, tiene un potencial político enorme”, escribió la filósofa Judith Butler. Por eso los poderes siempre han preferido pasarla por alto en su narrativa oficial, convirtiéndolas en muertes anónimas y sin rostro que primero evocan una leve reacción de ira general para caer rápidamente en el terreno de la indiferencia.

Como resultado, estamos viviendo una situación de muerte eludida. 

Recordar a quienes ya no están

Cada sociedad – y cada persona – intenta lidiar con la muerte como buenamente puede. No se trata de ahogarse en el drama, pero quizá necesitamos reflexionar sobre lo que está pasando. Necesitamos comprender que reducir esas muertes a estadísticas no nos convierte en una sociedad mejor, ni más unida, ni más sabia, ni más sensible. Más bien al contrario.

La muerte de un ser querido, de muchos seres queridos, genera un dolor que reclama respuestas. Y esas respuestas precisan de las palabras, de un relato colectivo que no intente esconder lo ocurrido, sino que le brinde cierto sentido y nos permita anclar nuestra trama vital en tiempos inciertos.

Se trata de convertir la muerte en un término decible y comunicable. Una realidad que no miremos desde la ilusoria seguridad que nos brindan los números esterilizados sino desde la más profunda empatía. Para conectar con el dolor de quienes están sufriendo en silencio.

Se trata de acordarnos de los que ya no están. Los que no pudieron ganar la batalla, pero que quizá ganaron muchas batallas antes – por nosotros y para nosotros. Esos que se fueron solos. Que no tendrán un funeral. Que no serán llorados en público. Aunque sea solo para no insensibilizarnos. No deshumanizarnos. 

Por supuesto, en cierto punto del camino el sufrimiento, el luto y la muerte deben dejar paso a la esperanza y el deseo de seguir viviendo. Tenemos derecho a volver a sonreír y volver a soñar. De eso no cabe duda. Tendremos que mirar hacia adelante. Pero no podemos olvidar que una sociedad que se apresura demasiado a mirar al futuro está condenada a repetir los errores de su pasado.

Jennifer Delgado Suárez 

Enlace: https://rinconpsicologia.com/insensibilidad-ante-muerte-por-coronavirus/

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