Publicado: 25 de Marzo de 2021

Nuestro cerebro trabaja veinticuatro horas al día, fines de semana incluidos. Aunque intentemos darle vacaciones, él nunca las coge. Es un currante. Pero eso no quiere decir que haga bien su trabajo. Porque el cerebro, cuando se pone a pensar, se encuentra con algo que, en el mejor de los casos, le bloquea y en el peor, le desautoriza: él mismo.


Pero vayamos por partes. El cerebro piensa para conocer. Ha descubierto que el conocimiento le permite progresar y que progresar le ayuda a «ganar independencia frente a la incertidumbre del entorno» (Jorge Wagensberg dixit). Sin embargo, en esa lucha contra la incertidumbre, se encuentra con un problema fastidioso: no siempre lo que cree saber es lo que debe saber. Y ese es el motivo por el que el cerebro, en ocasiones, tiende a enfrentarse consigo mismo.


La razón es muy simple: el cerebro jamás llega virgen al conocimiento. Cuando piensa lo hace cargado con ese inmenso equipaje que supone todo lo ya pensado, todo lo ya sabido. Y, claro, entonces resulta que el cerebro, para progresar, casi siempre ha de pensar contra un pensamiento anterior. Parafraseando a Gaston Bachelard en La formación del espíritu científico, se podría decir que llega un momento en el que la mente prefiere lo que confirma su saber a lo que lo contradice, que prefiere las respuestas a las preguntas. Entonces el pensamiento conservador domina y el crecimiento intelectual se detiene.


Esa es la razón por la que al cerebro le conviene ejercitar una actitud mental siempre rebelde. Pero rebelde con los demás y rebelde consigo mismo. Porque cuando esa rebeldía se transforma en certidumbre, deja de inspirarnos para tan sólo afianzarnos. Y es entonces cuando el pensamiento transformador desaparece.


Debemos desconfiar de nuestras opiniones de hoy por la sencilla razón de que, en el mejor de los casos, son la rémora de nuestras opiniones de mañana. Y además, porque una opinión es tan sólo eso: un pensamiento detenido y, con el tiempo, un prejuicio anquilosado. Por eso conviene exigirle a cada una de nuestras opiniones que se acepte a sí misma como lo que en realidad debiera ser: el soporte intelectual que sustentará, con su cuestionamiento, el origen de la siguiente.


Un pesimista tan radical como Schopenhauer dijo en una ocasión que no se puede morir por una idea porque siempre hay una idea mejor. Es una forma un tanto cínica de plantearlo, pero lo cierto es que en el mundo de las ideas no existe una última estación. Nada es definitivo.


Pese a ello, o tal vez por esa razón, las ideas que nuestro pensamiento produce tienden a cometer el mismo delito que los grandes dictadores: buscan perpetuarse en el poder. Un poder que, establecido en términos de certezas, prejuicios y convicciones, nos impide seguir avanzando en el conocimiento de nosotros mismos y de nuestro entorno.


Es entonces cuando la incertidumbre gana terreno. Y frente a ella, en un contexto en el que el temor y la inseguridad se multiplican, nada podemos hacer salvo el encerrarnos en ese búnker: el de nuestras certezas, prejuicios y convicciones.


Miguel Ángel Furones

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Imagen: Adobe Spark Post