Publicado: 6 de Octubre de 2021

“El hombre sordo a la voz de la poesía es un bárbaro”, escribió Goethe. Vivimos en una sociedad que supuestamente se ha apartado de la barbarie y, sin embargo, leemos cada vez menos poesía. El cambio en nuestros valores y prioridades explica esa supuesta contradicción: nos informamos más, pero disfrutamos menos de la lectura como placer en sí misma. Comprendemos las palabras pero se nos escabullen sus significados más ocultos.


De hecho, la poesía es un alimento para el alma. Despierta emociones. Juega con las palabras y los significados. Sigue sus propias normas. Libremente. Le tiende trampas a la razón. Se escabulle de los significantes estrechos. Abre nuevos horizontes. Reclama una atención plena. Anima a fluir.


Quizá es precisamente por todo eso que leemos cada vez menos poesía. De hecho, el filósofo Byung-Chul Han cree que estamos desarrollando como sociedad cierta fobia a la poesía porque ya no somos receptivos a ese maravilloso caos literario con el que necesitamos conectar a un nivel emocional y estético.


Usamos un lenguaje pragmático despojado de su carácter lúdico


Han piensa que en los últimos tiempos hemos empobrecido el papel del lenguaje, relegándolo a un mero transmisor de informaciones y productor de sentidos. Con las prisas cotidianas, el lenguaje se ha convertido en un instrumento eminentemente práctico, despojándolo de sus significantes. Obviamente, “el lenguaje como medio de información suele carecer de esplendor, no seduce”, como apunta Han.


En la sociedad moderna no tenemos tiempo para detenernos a degustar un poema que juega con el lenguaje y espolea la imaginación más allá de lo práctico. Imbuidos en las prisas cotidianas, “nos hemos vuelto incapaces de percibir las formas que resplandecen por sí mismas”, según Han.


De hecho, “en los poemas se disfruta del propio lenguaje. El lenguaje trabajador e informativo, por el contrario, no se puede disfrutar […] En cambio, el lenguaje juega en los poemas. El principio poético devuelve al lenguaje su gozo al romper radicalmente con la economía de la producción de sentido. Lo poético no produce” y en una sociedad obsesionada con la producción, los resultados y los objetivos no hay espacio para demorarse en aquello cuyo fin en sí mismo sea el placer.


“La poesía está hecha para sentir y se caracteriza por lo que denomina sobreexcedente y significantes […] “El exceso, el sobreexcedente de significantes, es lo que hace que el lenguaje parezca mágico, poético y seductor. Esa es la magia de la poesía”. En cambio, “la cultura de la información pierde esa magia […] Vivimos en una cultura del significado que rechaza el significante, la forma, por superficial. Es hostil al gozo y la forma”, explica Han.


A diferencia del significado, que es lo más esencial, los significantes se refieren a las formas y lo simbólico. El significado hace referencia al contenido, el concepto o la idea mientras que el significante es su expresión, la manera en que se transmite ese contenido, concepto o idea. Sin embargo, “la poesía es un intento de aproximación a lo absoluto por medio de los símbolos”, como escribiera Juan Ramón Jiménez. En la poesía es tan importante lo que se dice como la manera en que se dice.


Hoy tenemos demasiada prisa por llegar al contenido y aferrar la idea. Queremos llegar al meollo del asunto. Y eso nos lleva a olvidarnos del aspecto lúdico que descansa en las formas y las expresiones. Por eso, la poesía que resuena emocionalmente tiene cada vez menos cabida en la sociedad actual.


La pereza cognitiva y el vacío del alma


El hecho de que cada vez leamos menos poesía no se debe únicamente a nuestra renuncia a los significantes y las formas, también sienta sus raíces en la creciente cultura de lo políticamente correcto. En una cultura que impone cada vez más reglas que no se pueden traspasar, los poemas resultan insurreccionales y transgresivos porque juegan con las imprecisiones y las ambigüedades oponiéndose firmemente a esa mera producción de significado.


Los poemas juegan con lo no expresado. Quedan abiertos a interpretaciones. Se adentran en el terreno de lo incierto. Y eso nos genera cada vez más aversión. Nos hace sentir incómodos, como si camináramos sobre un terreno minado. En ese contexto, los poemas representan en sí mismos un acto de rebelión contra una sociedad esencialmente productiva.


Más allá de esa incomodidad social, la poesía también demanda un trabajo cognitivo que muchos ya no están dispuestos a hacer. A fin de cuentas, la mayoría de los lectores están acostumbrados a leer e ir decodificando el texto a partir de su sintaxis, generalmente de carácter claro y directo. Eso significa que estamos entrenados para entender un texto de manera casi inmediata y «mecánica». Leemos con la razón. Sin embargo, como la poesía discurre a través de una sintaxis indirecta, a muchas personas les parece “ininteligible”.


Su sintaxis peculiar, tropos y metáforas dislocan nuestro sentido de “lo directo”. Por más que busquemos, no existe una univocidad en la lectura del texto. Eso nos descoloca. Nos obliga a buscar otros puntos de referencia, muchas veces en nuestro interior.


Parafraseando a Octavio Paz, cada poema es único y cada lector debe buscar algo en ese poema, pero a menudo lo que encuentra es lo que lleva dentro. Si estamos demasiado ocupados mirando fuera, obsesionados con la cultura de la productividad y acostumbramos a un lenguaje eminentemente pragmático, leer poesía nos resultará un ejercicio demasiado fútil y enrevesado. Entonces nos damos por vencidos. No nos damos cuenta de que esa incapacidad para jugar con los significantes es la expresión de una incapacidad lúdica para disfrutar más allá de lo dado y esperado en la vida.


Jennifer Delgado Suárez

Enlace: https://rinconpsicologia.com/por-que-no-leemos-poesia/

Imagen: Adobe Spark Post