Publicado: 20 de Febrero de 2020

Llega un momento en tu vida en que te formulas la siguiente pregunta: ¿saber me hace más feliz o más desdichado?La conclusión acostumbra a ser más desdichado. Y que echas de menos la ingenuidad de la infancia, la ignorancia del burro que desconoce su destino, la brocha gorda del beodo que ríe como un orate. Y la nostalgia de ese tiempo en el que aún no habías abandonado la caverna de Platón te incita a firmar sinsentidos como «soy libre de escoger no saber más» (como si la ignorancia no fuera la antítesis de la libertad y, por tanto, de la elección).
Y uno se halla entonces sumido en un nudo gordiano en el que no puede escoger la ignorancia, pero el conocimiento tampoco parece colmar dicha ignorancia más allá de cuatro o cinco verdades coyunturales. Una de las cuales es: hagas lo hagas, en cien años todos calvos. O: ignoramos muchísimo más de lo que sabemos. Es decir, desasosiego total. Un cerebro tratando de entenderse a sí mismo (¿puede haber una imagen más contradictoria que esa?). Un propósito vano, en opinión del neurocientífico Read Montague, pues es posible que nuestro cerebro posea algoritmos que nos protejan de nosotros mismos, como los bloques de arranque inaccesibles para el sistema operativo.
Es como en aquella escena de la película Matrix en la que te sobornan prometiéndote una vida fetén en un mundo virtual. El problema es que será una vida de mentira, porque Matrix es un programa de ordenador. La ventaja es que te borrarán dicho conocimiento, es decir, que al estar zampándote un plato delicioso creerás que estás haciendo eso, aunque en realidad permanecerás flotando en un líquido amniótico en estado fetal mientras una miríada de máquinas se alimenta de ti como si fueras una pila alcalina. ¿Firmarías? ¿Borrarías todo lo que sabes a cambio de una felicidad edénica?
 
Elois y Morlocks
La mejor obra de ficción que he leído sobre la respuesta a la pregunta anterior es la segunda parte apócrifa de la obra de H. G. Wells La máquina del tiempo. Me refiero a Las naves del tiempo, de Stephen Baxter. En ella, un desnortado viajero en el tiempo termina con sus pies en un futuro tan remoto que la humanidad está a punto de conocerlo todo sobre todo (el mítico punto Omega). Ante esto la humanidad se ha escindido en dos especies: elois y morlocks.
Los morlocks son los empecinados en alcanzar el punto Omega, y para ello han construido una esfera Dyson para capturar toda la energía del sol, invirtiendo todo su tiempo en calcular el funcionamiento del cosmos. Entienden que dedicar un solo segundo a vivir sin saber por qué vivimos, qué hacemos aquí, y qué nos espera más allá es una pérdida aberrante de tiempo, un sinsentido, un burro con orejeras. Los elois, por el contrario, han optado por una ignorancia hedonista, como bakalasdando botes en una discoteca. El viajero del tiempo, entonces, debe escoger tres caminos: adscribirse al estilo de vida morlock, al estilo de vida eloi o regresar, sabiendo todo lo que sabe, a su atrasada época victoriana.
No os explicaré más para no caer en el spoiler. Pero lo que subyace en la decisión del viajero del tiempo es que somos seres humanos, animales concebidos por un azaroso proceso evolutivo que no han sido diseñados para formularse preguntas sobre la existencia, sino para sobrevivir el tiempo suficiente como para intercambiar segmentos de ADN con el sexo contrario (la única forma de sobrevivir a la oxidación celular y que parte de nuestra esencia genética pase a formar parte de otro receptáculo con mayor esperanza de vida que nosotros).
En el terreno de la no ficción, las reflexiones sobre los elois y los morlocks han llegado mucho más lejos. Después de superar las lecciones de galleta china de Sócrates, en el que el secreto de la felicidad parecía residir en la vida virtuosa, y tras el descubrimiento de Galileo de que la Tierra no es el centro de nada, la cosa empezó a ponerse cruda. Si no somos el centro de nada, ¿qué somos? El granjero James Hutton, tras calcular la edad de la Tierra mediante el estudio de las capas sedimentarias, nos demostró que la Biblia era mentira: el mundo era 800.000 años más antiguo.

Más tarde, para seguir aguando la fiesta, llegaron Darwin y compañía para demostrarnos que tampoco éramos criaturas especiales, sino que compartíamos casi todo nuestro ADN con chimpancés, y hasta con moscas de la fruta. La mecánica cuántica nos sugirió que la realidad no era tan real como parecía. En 1953, Watson y Crickredujeron nuestra alma a una secuencia de ADN, como las instrucciones de un programa de ordenador. De hecho, los ordenadores se revelaron poco más tarde como más competentes en muchas actividades intelectuales que creíamos exclusivas del ser humano. Los astrónomos arrojan cálculos agoreros que condenan a nuestro Sol a un agigantamiento que engullirá el planeta y, con ello, arrasará toda la vida; y con ello todos nuestros mitos, sueños y esperanzas. Los psicólogos y neurólogos demostraron que apenas somos objetivos, nos autoengaños; nuestra lógica dista de ser perfecta y el libre albedrío parecer ser una ilusión cognitiva para evitar que nos suicidemos.
Con todo ese marchamo, que se ha producido en apenas 400 años, no es extraño que aún lo estemos asimilando. Heidegger, Jaspers, Kierkegaard o Husserl han intentado dotar de sentido al sinsentido. Albert Camus, en El mito de Sísifo, reducía la cuestión a la siguiente dicotomía existencial: decidir si nos suicidamos o no. Hagamos lo que hagamos, todo apunta a que el Sistema Solar se autodestruirá, y más tarde todos los soles del universo se apagarán. Y si todo tiene fecha de caducidad, ¿acaso importa algo verdaderamente?
En la novela de ciencia ficción Ciudad Permutación se plantea que la única solución a este abismo al que no podemos dejar de precipitarnos consiste en escanear nuestros cerebros, digitalizarlos y volcarlos en un ordenador, generando así una suerte de Matrix en el que viviríamos eternamente. Bien, el tiempo seguiría transcurriendo fuera de Matrix, en el mundo real, pero el tiempo de reloj de este universo simulado podría ralentizarse tantos millones de veces que nuestro tiempo subjetivo transcurriría muy lentamente en comparación al tiempo real. A efectos prácticos sería como si viviéramos una eternidad. O casi.
De hecho, algunos autores de ciencia ficción han propuesto una revolucionaria hipótesis para explicar el hecho de que no hayamos recibido aún señales inteligentes de un vasto universo que debería estar habitado por miles de millones de civilizaciones: o se han suicidado o se han volcado en una suerte de Matrix, un universo simulado donde se conocen todas las variables, se controla el tiempo y la incertidumbre, y el hardware que permite tal simulación ha sido enterrado en lo más profundo de algún planeta inerte.
En conclusión, no hay civilizaciones inteligentes porque ser inteligente no tiene sentido. Lo cual permite llevar a cabo otra especulación acerca de la preocupante escasez de vida inteligente en el universo. El psicólogo cognitivo Steven Pinker sugiere que la inteligencia es solo un producto evolutivo como pudiera ser la trompa de un elefante. Buscar inteligencia en el universo sería como empeñarnos en encontrar criaturas con trompas de elefante. Porque no disponemos de pruebas suficientes para afirmar que una mayor inteligencia sea un rasgo adaptativo deseable: las criaturas que más tiempo han vivido sobre la Tierra y menos situaciones de extinción global han sufrido son las más sencillas, desprovistas de cerebros complejos.
La inteligencia podría habernos ayudado a sobrevivir construyendo toda clase de artefactos y pactos sociales. Pero tamaño artificio quizá resulta demasiado aparatoso para algo que, en esencia, es bien sencillo: come, reprodúcete y muere. O desde una perspectiva puramente física: somos un sistema metasestable que tiende a la estabilidad. La vida es un ejemplo de sistema termodinámico que no se halla en equilibrio. Morimos cuando dejamos de procesar energía del medio, cuando entramos en un estado de equilibrio.

Buenas noticias: saber cosas no está tan mal
Como señala el neurocientífico David Eagleman en su libro Incógnito:

A medida que profundicemos, descubriremos ideas mucho más amplias que las que hoy en día tenemos en nuestras pantallas de radar, del mismo modo que hemos comenzado a descubrir la magnificencia del mundo microscópico y la incomprensible escala del cosmos. El destronamiento suele revelar algo más grande que nosotros, ideas más maravillosas de lo que habíamos pensado. Cada descubrimiento nos ha enseñado que la realidad supera con mucho la imaginación y las conjeturas humanas.

Todo eso no es un gran consuelo. Pero ya que estamos aquí (e ignoramos la razón última de ello), y disponemos de un algoritmo de supervivencia que nos hace temer la idea del suicidio y un algoritmo moral que nos impide hacer lo que queramos con el resto del mundo a pesar de concluir que nada tiene sentido, podemos seguir adelante. Sin obsesionarse, por supuesto. Porque nunca hemos de olvidar que nuestros cuerpos y cerebros no están diseñados para buscar la razón del universo.
Con todo, también nuestro cerebro tiene curiosidad y experimenta el sentimiento de la maravilla y sobrecogimiento ante un nuevo hallazgo. Así que podemos seguir investigando y aprendiendo para alimentar esa parte de nosotros, pero sin olvidarnos de alimentar el resto, esto es, la parte más prehistórica, la más instintiva, el tomarnos una copa, mantener una charla divertida regada de chistes y anécdotas, jugar al billar o al GTA V, conducir un buen coche, tener hijos y ver cómo se convierten en justo lo contrario que deseábamos (pero no importa porque quizá así es mejor), viajar y ver cómo viven otros, leer poesía y llorar.
En el fondo, muy en el fondo, sabremos que nada de todo eso tiene sentido. Tampoco lo de buscar la razón de todo. Pero quién sabe. Quizá, sí, quizá logremos salir del Sistema Solar, o sobrevivir al universo, o encontrar la razón de todo. Son metas todavía inalcanzables, como hogaño lo fue llegar a la Luna. Tenemos tiempo para comprobarlo. Y mientras pasa ese tiempo, haremos toda clase de cosas para continuar siendo felices y optimistas, porque esas fuerzas (y no la simple razón analítica) son las que nos alientan a continuar adelante, a pesar del abismo que hay bajo nuestros pies.
Eso merece un otrosí: la felicidad químicamente pura existe. Todos podemos ser elois. Robert Galbraith Heath, fundador y director del Departamento de psiquiatría y neurología de la Universidad de Tulane de Nueva Orleans, publicó el controvertido «Septal stimulation for the initiation of heterosexual behavior in a homosexual male» en en Journal of Behavioral Therapy and Experimental Psychiatry en 1972. Allí revelaba las conclusiones de unos experimentos poco éticos realizados en afroamericanos: tras implantar unos electrodos en una región de sus cerebros llamada septum pellucidum, los sujetos podrían autoestimularse pulsando un simple botón. Lo que obtenían entonces era un placer máximo. Según explica David J. Linden, profesor de neurociencia en la Facultad de Medicina de la Johns Hopkins University, en La brújula del placer:

La paciente se autoestimulaba todo el día hasta el punto de descuidar su aseo personal y sus obligaciones familiares. Acabó con una ulceración crónica en la punta del dedo que empleaba para ajustar la intensidad de la estimulación, una intensidad que intentaba aumentar manipulando el aparato.

De lo que se concluye que la postura eloi no parece correcta. Tampoco la morlock, porque guiarse exclusivamente por la lógica implica demasiado tiempo de cálculo hasta para las decisiones más cotidianas: en ese sentido, las emociones son como atajos que, además, nos permiten interactuar socialmente de formas más armónicas. Según Robert Frank, un economista de la Universidad de Cornell, emociones como el amor o la culpa pudieran ser contraproducentes para nuestro propio interés, pero no lo son a largo plazo desde un punto de vista social. Porque los demás advertirán, sin trampa ni cartón (a no ser que seamos avezados actores), que experimentamos tales emociones, ofreciendo una pequeña garantía de que nuestro compromiso con el otro es fidedigno.
De lo que se concluye que hay que bascular entre la posición morlock y eloi. Abandonar la cuna y disfrutar/sufrir para experimentar verdaderamente los instantes de disfrute y sufrimiento. Hay que aprender a jugar un poco y verse desde fuera. Hay que saber, también, darse importancia y verse dentro cuando toca. Fingir llorar y llorar de verdad. Y, sobre todo, hay que saber que saber, si bien no es la panacea, nos permite experimentar todo lo anteriormente dicho de formas mucho más complejas, llenas de matices. Porque si bien es consolador abrazar a un osito de peluche desde la cuna que queda al fondo de la cueva de Platón, a menudo es mucho más satisfactorio, con sus altibajos (y precisamente debido a ellos), el abrazar a un cuerpo real para escamotear el frío del universo.

Sergio Parra 

Enlace: https://www.yorokobu.es/el-saber-y-la-felicidad/

Imagen: Adobe Spark Post