Publicado: 2 de Octubre de 2019

La soledad es uno de los males de nuestra época. E intentamos conjurarla recurriendo a todos los medios y remedios posibles. Nos sumergimos en un frenesí de estímulos para olvidarnos de la soledad. “Anhelamos la distracción, un panorama de visiones, sonidos, emociones y excitaciones en el que debe amontonarse la mayor cantidad de cosas posible en el tiempo más breve posible”, como dijera Alan Watts. 

Pero la soledad siempre vuelve, nos acecha cuando bajamos la guardia porque no podemos escapar de nosotros mismos. Y cuando esos estímulos se apagan, cuando ya no estamos rodeados de personas, ni vemos la televisión, cerramos el libro y el móvil está apagado, nos quedamos a solas con nosotros mismos y lo que vemos – o quizá lo que no vemos – nos asusta o nos condena al aburrimiento más profundo. Por eso Séneca dijo que “soledad no es estar solo, es estar vacío”. 

Soledad elegida vs. soledad impuesta

No hay una única soledad. La soledad impuesta es aquella que no buscamos ni queremos y que se relaciona con sentimientos negativos de tristeza, melancolía y/o vacío interior. Ese tipo de soledad desata las mismas reacciones fisiológicas que el dolor, el hambre o la sed. Porque nuestro cerebro percibe que estar separados de la comunidad, aislados socialmente, es una emergencia. Si continuamos descendiendo en esa espiral de soledad y no aprendemos a disfrutar de nuestra compañía, es probable que terminemos en el pozo de la depresión.

Sin embargo, la soledad elegida no es dañina, todo lo contrario. La soledad es una condición sine qua non para la introspección, para encontrarnos a nosotros mismos y clarificar nuestras ideas y sentimientos. Por eso Séneca también diferenció las soledades:

“Solemos custodiar a los angustiados y a los despavoridos para que no hagan mal uso de la soledad. Ninguna persona irreflexiva debe quedarse sola; en tales casos, solo planea los malos propósitos y teje tramas de futuros peligros para sí mismo o para los otros porque entran en juego sus deseos más básicos; la mente muestra el miedo o vergüenza que solía reprimir; estimula su audacia, agita sus pasiones y estimula su ira”.

Este filósofo creía que no todos pueden estar solos – o que no podemos estar solos en todas las circunstancias de la vida. Si somos maduros, gozamos de un buen equilibrio mental y tenemos un mundo interior rico, disfrutar de nuestra propia compañía nos hará felices porque podemos mantener el control y discernir lo que es bueno para nosotros. Sin embargo, si estamos atravesando por un periodo de altibajos emocionales que nos impiden distinguir lo beneficioso de lo dañino, es mejor contar con esa mirada externa que nos ayude a poner todo en perspectiva. 

El vacío interior que provoca la sensación de soledad            

En las “Cartas a Lucilio”, Séneca narra que Crates, discípulo del mismo Estilbón, viendo a un hombre que ambulaba retirado, le preguntó que hacía solo. 

Este le rebatió: “No estoy solo, camino conmigo mismo”.

A lo que Crates respondió: “Ten cuidado, porque vas en compañía de un mal hombre”.

Así Séneca llama la atención sobre el hecho de que nunca estamos completamente solos, porque cuando cae el armazón social, cuando nos quedamos sin estímulos con los cuales entretenernos – o narcotizarnos – nos quedamos con nosotros mismos. Y si nos sentimos solos en esos momentos, significa que estamos en mala compañía. 

La experiencia de la soledad implica una desconexión de las personas para sumergirnos en un estado de inhibición social que nos obliga a mirar en nuestro interior. A veces, esa mirada hacia adentro puede asustar porque no nos gusta lo que vemos o simplemente no nos resulta demasiado interesante. Esa, sin duda, es la peor soledad porque nace de un vacío irremisible donde la paz interior no tiene cabida.

Sentirse vacío es una sensación extraña e incómoda. Algunas personas la perciben como una especie de entumecimiento emocional e intelectual donde sienta casa el aburrimiento. No cabe duda de que la sensación de vacío no es agradable. Es probable que nos sintamos, insatisfechos, confundidos y hasta molestos. Sin embargo, intentar llenar ese espacio con estímulos exteriores solo profundizará aún más el agujero interior, condenándonos a una soledad no elegida. 

Ese vacío suele provenir de una falta de sentido en la vida y, por supuesto, de la pérdida de la conexión con uno mismo. Cuando se vive demasiado volcado hacia el exterior, se pierde el vínculo con el interior. Entonces corremos el riesgo de extraviar nuestra voz, de mirar dentro y descubrir que no hay nada interesante a lo cual asirse. Como dijera Watts, «cuando la vida está vacía con respecto al pasado y sin propósito con respecto al futuro, el presente se llena de vacuidad«.

¿Cuál es el antídoto? Ante todo, conocerse a sí mismo. No es casual que ese fuera el imperativo grabado en las puertas del templo de Apolo en Delfos. El segundo paso imprescindible es alimentar nuestro mundo interior. Solo cuando dejamos de escapar de nosotros mismos, podemos asegurarnos de que nunca más estaremos solos.

Jennifer Delgado Suárez 

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